13 may 2011

El Proyecto Juan Carlos (Parte I)

Pasamos una vida construyendo quienes somos. Lo que aprendemos y lo que no, lo que tomamos e ignoramos, lo que aceptamos y rechazamos… todo lo hacemos en pos de estar lo más cómodos posible con la persona con la que vamos a vivir el resto de nuestras vidas: nosotros mismos.
Lo único de afuera que puede marcarnos son las experiencias vividas, cosas que te cambian y de las que, en muchas ocasiones, no hay vuelta atrás.

Más allá de esa introducción medio pelotuda -a lo Osho, Cohelo o cualquier otra de esas bostas- la cosa es así. El problema surge cuando vos vas por la vida caminando muy contento con el yo que te armaste y aparece alguien tratando de cambiarte. Eso me paso con Leticia.

Nos conocemos hará unos 5 o 6 años, cuando yo estaba terminando mis 25 y ella sus 23. Fue a la salida de la cancha de Ferro. Después del recitalazo que había dado Pearl Jam estábamos destrozados del pogo y muertos de hambre, así que desembocamos con un amigo en la primer pizzería que encontramos.
Apenas entramos noté a las dos chicas. No iban vestidas como guerrilleras del campo de recital de rock, pero si llevaban sus respectivas remeras de Ten y Riot Act, por lo que era fácil deducir que venían de ver a la banda. La verdad es que eran las dos bastante lindas, pero una de ellas era más alta que yo y eso en mi escala resta puntos. Me concentré en la otra.
Las chicas nos vieron y nos sonrieron, con la complicidad que se sonríen los que saben que acaban de ver algo único, como un unicornio, una foto de Susana sin photoshop o –en este caso- el primer recital de PJ en Argentina.

Al fin apareció un mozo, para avisarnos que nada más quedaba una mesa libre y que después de eso había 40 minutos de espera. Nosotros, galantes y con cara de víctima, les dijimos a las chicas que fueran ellas, después de todo habían llegado antes.
Ellas volvieron a sonreír y mientras la más alta arrancaba para la mesa, la otra mordió el anzuelo

Leticia
Chicos la mesa es para cuatro. De última compartimos la mesa y fue.

Obviamente aceptamos. Charlamos durante toda la cena, especialmente entre Leticia y yo. Arrancamos hablando del recital, como para romper el hielo y de ahí la conversación fluyó.
La única razón por la que no le robe un beso esa misma noche fue porque estaba bañado de mi propio sudor más el sudor de 40 gordos pogueros y recitaleros que me estrujaron durante toda la noche.

Igual quedamos para vernos y al día siguiente –hay que golpear mientras el hierro esta caliente- la pase a buscar por su casa. Y no, “hierro caliente” no es un eufemismo para pito, mal pensado. Y si lo fuera, esa frase sería lo más sadomasoquista que hay.

Volviendo. Empezamos a salir y al poco tiempo se comenzaron a dar hechos como este.
Estamos descansando después de una buena curtida y ella empezó a jugar con mi pelo. Lo enruló y lo desenruló durante un par de minutos hasta que finalmente fue al punto

Leticia
Tenés re raro el pelo

Marian
¿Cómo raro?

Leticia
Si, no se. Largo, medio falto de forma. Aparte, seguro que así se te engrasa mucho. Para mi te lo tendrías que cortar

Entonces paso algo raro. No se si fue la edad, el hecho de que con la parte de “se te engrasa” la guacha había dado en el clavo o el Nirvana en el que todavía estaba flotando y en el que todo hombre se sumerge durante los 6 o 7 minutos posteriores a haber acabado. El tema es que, en lugar de decirle que se deje de hinchar las pelotas –como hice toda mi vida con la gente que me decía que me corte el pelo- le dije que si, que tal vez debería cortármelo.

En ese momento no lo noté, pero acababa de cometer el peor error… no de mi vida, porque me he mandado cagadas peores, pero de esa relación seguro. Había sentado lo que en derecho llaman Jurisprudencia que es “el Conjunto de sentencias de los tribunales que, por ley, constituyen un precedente” En otras palabras, le había dejado hacerme un cambio de manera temprana –ibamos 10 o 12 días saliendo- y con mucha facilidad, por lo que ella pensaba que de ahora en más me podía cambiar sin siquiera esforzarse.
Y si algo nos enseñó la vida es que, aunque seas el flaco más perfecto del mundo, las mujeres siempre algo van a querer cambiarte. Y eso no es machismo, porque en mi vida todas las mujeres que conocí –empezando por mi vieja- en algún momento me quisieron cambiar algo. Eso es un hecho y los hechos no pueden ser machistas.

Si, parece que la tuviera más o menos clara, pero en ese momento no tenía ni idea en lo que me estaba metiendo. Era como un pobre ciego, entrando desapercibido en una orgía homosexual: me iba a llevar una sorpresa muy poco agradable.

En fin. Pocas semanas después me señalo que siempre usaba las mismas tres camisas para ir a trabajar y que en mi tiempo libre usaba remeras viejas y gastadas. Por supuesto que la zorra astuta me lo dijo a los 2 minutos de haberme montado hasta Berizzo ida y vuelta.
Y una vez más, en lugar de mandarla a freír churros, pensé que hacía como siete meses que no me compraba ropa, así que accedí.

Pisando el mes y medio de salir mi Yo que había construido durante 26 años con tanto esfuerzo estaba irreconocible. Ahora tenía el pelo corto y prolijo, usaba camisas arremangadas con remeras Oxford abajo, jeans gastados, pero intencionalmente y no por años de fieles servicios. Si, me había convertido en uno de esos pelotudos que pagan 400 mangos por unos jeans gastados, en lugar de comprar unos nuevos por 150 y gastarlos ellos mismos.
Y para coronarla, cambié las siempre fieles All Star por unos mocasines que ella me dio como regalo de cumpleaños atrasado (había sido a la semana siguiente de conocernos). Si, mocasines dije, el calzado que toda mi vida rechace por considerar que nada más lo usan los putos y los cuarentones.

Todo esto sin que yo me diera cuenta. Honestamente, no se si las mujeres son más inteligentes que los hombres o no, lo que si sé es que el sexo a nosotros nos vuelve unos recontra pelotudos. Pero en serio, no pelotudos del montón e inofensivos, sino pelotudos con una AK-47, capaces de dañarnos a nosotros mismo y a las personas que tenemos alrededor.

Afortunadamente cosas como ésta terminan cayendo por su propio peso, y poco después de mi transformación absoluta llegó el baldazo de agua fría que hacía falta para despertarme. 


Termina en El Proyecto Juan Carlos (Parte II)

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