12 oct 2011

Inocencia Asesinada (Parte I)

Siempre me llamo la atención una cosa: la cultura en general nos enseña a añorar la infancia. Es raro, pero pasa. Hay canciones, libros y películas que miran hacía esa época de la vida con nostalgia, cuando todo era más fácil, cuando todo parecía posible.

En mi opinión esa sensación tiene tres pilares, que a medida que vas creciendo se derriban y te convierten en lo que sos ahora:

1. Perdes la capacidad de imaginar de forma completamente desbocada.
2. Aprendes que el mundo es un lugar mucho más jodido de lo que pensabas.
3. Perdes la indiferencia al sexo opuesto.

Se que probablemente al leer la última parezca carne de diván, pero es la verdad. La inocencia en nuestra vida se acaba en el minuto exacto en que nuestras hormonas son lo suficientemente grandes como para comprar un arma y cagarla a balazos.
Eso así. Más allá de lo que me puedan decir sobre la amistad entre el hombre y la mujer, nunca ninguna relación con un miembro del sexo opuesto va a ser tan pura como cuando sos chico. Así, por lo menos yo, pienso que era mi noviazgo con Violeta.

De primer grado me acuerdo más sensaciones que historias. Los nervios de la noche antes, el miedo esa mañana mientras caminaba con mis viejos a la escuela, el desarraigo que sentí cuando se despidieron después de quedarse media mañana a modo de “adaptación”.
Pero probablemente lo que más recuerdo es la bronca que le tomé a la maestra. Era una vieja con cara de oler mierda constante y voz de pito. Todavía tengo presente el momento en él que nos hizo parar a todos enfrente del pizarrón, formando una fila de hombres y una de mujeres, yendo de menor a mayor en altura.
Así, cual sargento, nos fue ubicando un varón y una mujer en cada banco doble, poniendo a los más altos en los asientos del fondo y a los más bajos en los de adelante.

Mi compañera de banco resultó ser Violeta, una chica “nueva”, si por nueva entendemos que no había hecho salita de 4 y de 5 en nuestro colegio.
De más está decir que a los seis años no sos un pre-puber, así que no se sentís nervioso cuando hay una chica al lado tuyo y lo que es más, ni siquiera sabés lo que es un “silencio incómodo”, porque todavía no tenés esa convención social boluda de que callarte cuando no tenes algo que decirle a alguien es de “mala educación”.

Y aún, con todo eso, mi primera reacción frente a Violeta fue indiferencia. No era nada personal, pero antes de la mudanza yo estaba sentado con Pablo, mi mejor amigo del jardín, así que ese cambio me daba bastante por las pelotas.

Así pasó la primer semana de clases, sin que apenas me diera vuelta a hablarle. Hasta que un día algo me llamó la atención. Estábamos en el recreo largo – 15 gloriosos minutos en el patio – jugando al fútbol con una caja aplastada de Cepita que hacía las veces de pelota, cuando en un impas me doy vuelta y la veo a Violeta hablando con una amiga, mientras me señalaban y se reían.
No le di mucha importancia, pero si despertó mi curiosidad. Ese mediodía, cuando mi viejo me pasó a buscar por la puerta de la escuela, se lo comenté. Fue en ese momento cuando me dio uno de los pocos consejos que llegó a compartir conmigo sobre las mujeres y que aún hasta hoy sigue teniendo su cuota de verdad.

Papa H
Te voy a explicar algo Marian. Cuando un hombre mira a una mujer es por tres razones posibles: le gusta, le pareció llamativamente fea o notó algo que le despertó la atención
En cambio, cuando una mujer mira a un hombre puede ser por 200 razones diferentes y es casi imposible saber cuál es la correcta. ¿Entendes?

Marian
No.

Papa H
Está bien, no te preocupes, ya lo vas a entender. Mi consejo ahora es que esperes a ver qué pasa, creeme que si es algo de lo que vale la pena enterarse, tarde o temprano te vas a terminar enterando.

Marian
Bueno

Siguiendo su consejo esperé y esperé casi una eternidad. Claro que cuando sos chico todo, incluso el tiempo, parece ser más grande de lo que en realidad es y, en este caso, mi “eternidad” duró unos cuatro días.
Al quinto, durante la hora de gimnasia, la amiga de Violeta se me acercó y me confesó de que se reían. Al parecer mi flamante compañera de banco gustaba de mí e incluso había soñado que nos casábamos.

Mi reacción inicial fue de rechazo absoluto, aunque para el final del día ya empezaba a convertirse en curiosidad.
Esa misma tarde de viernes el azar se metió en el medio. Mi mamá me llevó a una plaza no muy grande que quedaba a dos cuadras de nuestra casa. Y ahí estaba Violeta, colgada de cabeza en una trepadora, mientras su vieja le gritaba que se bajara, sin saber si correr para atajarla o para darle un chirlo.
Mi primer pensamiento fue “rajemos”. Pero mi extremadamente sociable madre reconoció a mi compañera de banco y a su momentáneamente histérica progenitora.

Básicamente no me quedó otra que agachar la cabeza y jugar con ella, mientras largaba por lo bajo las pocas puteadas que conocía.
Entonces pasó lo inesperado. Me divertí mucho. Violeta era ágil para treparse, hacía todo tipo de piruetas que ni yo me animaba a hacer, y eso que yo era bastante indio de chico.
Tanto disfrutamos que nos terminando poniendo de acuerdo para volver a encontrarnos al día siguiente en esa misma plaza.

Termina en Inocencia Asesinada (Parte II)

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