19 oct 2011

Inocencia Asesinada (Parte II)


Convencer a mis viejos de salir a jugar un sábado a la tarde a la plaza no fue muy difícil, les alegraba que prefiriera pasar una tarde soleada afuera y no jugando a la flamante Atari que Julio  - mi tío garca- me había traído de afuera.

Así que fuimos, pero esta vez en familia y bien equipados. Llevábamos chocolatada, galletitas, agua y hasta a una de mis hermanas.
Media hora después que nosotros llegó Violeta, pero estaba diferente. Estaba ¿adornada? Traía collar, pulsera, una remera nueva con lentejuelas y los lentes negros de plástico de Johnny Tolengo.
Y esta es la parte en que los menores de veinticuatro dejan de leer, se preguntan “¿de qué carajo está hablando este flaco?”, abren una nueva pestaña para googlearlo, terminan colgando y dejando el post por la mitad… Y los hombres probablemente no vuelvan más, ya que cualquier búsqueda que hagas en internet termina casi de forma inevitable en tetas y la verdad que yo con eso no puedo competir.

Ah y yo a todo esto me siento un viejo choto por saber quién es Johnny Tolengo e incluso por ser uno de los chicos que compró su cassette – si si, dije “cassette”- a la salía del teatro – si si, fui a verlo al teatro-.

Después de esta breve confesión, que prácticamente me sacó la oportunidad de tener sexo con cualquier lectora del blog, sigo con mi historia.
Violeta estaba increíble. Es que a los seis años una chica vestida así, con los labios pintados con brillitos olor a frutilla y con el cuello rociado de perfume “Paco” para nenas es el equivalente a abrir la puerta y encontrarte a una mujer en portaligas y bañada en crema. Pero para ponerlo en términos de mi madre, estaba “súper canchera”.

Jugamos juntos toda la tarde, casi sin hablar de la escuela ni de la conversación que había tenido con su mejor amiga en el patio unos días atrás.
Es curioso cómo las sensaciones y los detalles cuando tenes seis años se graban en tu cabeza mucho mejor que las historias que pasan a su alrededor. Me acuerdo bien de la hamaca amarilla en la que estaba Violeta y la azul en la que estaba yo; de la mugre que tenía en mis manos por haber jugado toda la tarde en la arena; del olor a meo de gato que había alrededor de ese arenero… me acuerdo de todos esos detalles, pero no exactamente de cómo terminamos hablando de su sueño.
Lo importantes es que pasó lo que tenía que pasar. Como dijo mi viejo esperé y me enteré de primera mano lo que ya sabía.

Violeta
Me gustas.

Marian
¿Por qué?

Violeta
No sé.

Marian

Violeta
¿Y sonso? ¿Yo te gusto a vos o no?

Marian
No se… si

Violeta
Bueno… ¿no me vas a preguntar si quiero ser tu novia? ¿Hay que decirte todo a vos?

Marian
¿Queres ser mi novia?

Violeta
Sí.

Así de golpe estaba de novio por segunda vez en mi vida. Y todo fue bien hasta que el lunes hubo que volver al colegio.
Yo ni siquiera había pensado en contar el tema del reciente “noviazgo” No por querer mantenerlo en secreto, sino más por un tema de no creer que eso era algo que valiera la pena difundir. Es como decidir quién era tu mejor amigo. A esa edad lo declaras y lo decís con total seguridad, incluso decidís con un chico ser mejores amigos casi de común acuerdo, pero no es algo que salís a gritar como si fuera un gol de Argentina.

Pero Violeta era nena y tenía una idea muy diferente de todo el asunto. Para ella el noviazgo significaba que yo le regalara mis galletitas, agarrarnos de la mano uno o dos minutos por día y, por supuesto, contarle a todas sus amigas – y mis amigos- al respecto.
Muchas veces escuchamos decir el cliché “los chicos pueden ser crueles”. La realidad es que son peor que eso y no se los puede culpar, de más de chico yo era bastante mierda. Y como es lógico, mis amigos en el mejor de los casos eran iguales o peores que yo.
Por eso la catarata de gastadas no se hizo esperar. Cantitos –  “azul colorado están enamorados” “Marian tiene novia” y “Marian y Violeta un solo corazón…” eran los hits más difundidos- notas que pasaban de mano en mano, corazones dibujados en el pizarrón. Toda excusa era buena para recordarme lo poco “macho” que me hacía tener novia, un planteo que sólo puede tener lógica cuando tenés menos de diez años.

De todas formas me lo aguante. Durante cuatro días me agarraron de punto y fui el destino de todas las cargadas que se le podían ocurrir a un grupo de cinco chicos de seis años en su infinita imaginación para la crueldad.
El problema es que Violeta no se lo bancó. Al parecer ella también estaba bajo constante bombardeo por parte de sus amigas. Pero ella, a diferencia mía, era nueva en la escuela, le costaba hacer pie todavía y por eso era más fácil de tirar al suelo. El jueves por fin tuvo suficiente y me dijo que no quería ser más mi novia.

En ese momento no me importó mucho, en realidad me alegró un poco, ya que me estaba sacando de encima las gastadas de mis amigos. Para la semana siguiente todos se habían olvidado de mi pequeña aventura amorosa y estaban ocupados gastando a “El Narigón” Ferreyra… por razones obvias.

Un año después Violeta se mudó de barrio y se cambió de colegio, nunca más la volví a ver. Y honestamente nunca espero volver a hacerlo.
Al principio dije que una de las cosas mágicas que tiene ser chico es la inocencia con que vemos todo. Por eso hoy me acuerdo de esa chica coqueta, dulce, que sabía dar la vuelta carnero mientras caía por el tobogán y que soñaba que se casaba de blanco conmigo. No me acuerdo si estaba buena o no, si tenía buenas gomas o como le quedaba el orto cuando usaba calzas.
Cuando empecé a escribir esto pensé en buscarla- por Facebook obviamente, no soy ningún Marlowe- pero después pensé en ella, o al menos en como la recordaba. Y pensé en Juanita también y en la sensación rara que me quedo después de verla de grande.

Así que preferí no hacerlo. Sé que si la busco automáticamente voy a pensar “le doy” o “no le doy” y eso mearía desde arriba de un andamio toda la imagen que me queda de ella. Mis hormonas ya cagaron mi inocencia bastante a trompadas y no pienso dejar que empeoren las cosas más todavía.
Tal vez tenga razón o tal vez sea un boludo, pero creo que a veces es mejor mirar a la época de la infancia y simplemente conformarse con añorar. 

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