10 feb 2012

La Sonrisa Perfecta (Parte I)

Hay una frase cliché y aburrida que suele asegurar que una sonrisa puede hacer milagros. Esta idea tan cursi está basada en algo real, que es que la sonrisa genera una respuesta positiva en la mayoría de las personas. Por eso es que si miras a alguien y le sonreís durante un rato, vas a terminar logrando que te devuelva la sonrisa, aunque sea de forma inconsciente e incluso involuntaria.
El tema es que esto es un arma de doble filo, especialmente con la gente que tiene una sonrisa demasiado contagiosa. Digo que es de doble filo porque este tipo de persona son de temer, vienen, te sonríen y sin que te des cuenta te cagan como de arriba de un Boing 747.

Todo esto lo pude experimentar de primera mano cuando era un tierno adolescente. Obviamente no hablo de mí, porque poco podía ganar con mi sonrisa chueca y de dientes manchados por la reciente remoción de los aparatos fijos. Hablo en realidad de cuando conocí a Virginia y al verdadero poder de una sonrisa.
Y no, eso último no me lo robe del titulo de un libro de autoayuda, aunque admito que suena bastante a eso…

La historia empezó con algo que no le recomendaría hacer ni a mi peor enemigo: una cita a ciegas. En toda mi vida conocí solamente a 3 chicas en citas a ciegas y ninguna de esas relaciones fue por buen camino. Ese tipo de situaciones suelen ser forzadas y bastante incómodas, al punto que muchas veces te encontrás remando en postre Sandie - si creciste en los 90s tenés que haber cazado al vuelo la referencia-  una situación en la que realmente no queres estar.
Con 14 años yo no ni sospechaba todavía todo lo que acabo de comentar en el anterior párrafo. Por eso acepte cuando mi compañero de secundario Ernesto me dijo de hacer una salida de a cuatro. La cosa era bastante simple e inocente. Él estaba en un incipiente noviazgo con una chica de otro colegio y la idea era ir al cine con ellos dos y la mejor amiga de ella.
En esa época, en la que abundaba la vergüenza a la hora de avanzar al sexo opuesto, una cita a ciegas parecía una oportunidad inmejorable, porque daba la sensación de estar entrando a la pista con el camino un poco más allanado.

Me acuerdo que el sábado a la tarde que fuimos a encontrarnos con ellas yo estaba bastante emocionado y nervioso. No había salido con muchas chicas hasta ese momento, o almenos no desde que había entendido completamente que era lo más interesante que podía hacerse con una mujer. Era, en resumen, una enorme bola de expectativas y hormonas, que iba dispuesto a tirarse de cabeza a la pileta, hubiera o no agua.
Por supuesto que había un par de puntos clave que no había considerado. El primero que ella podía no gustarme; el segundo, lógicamente, que yo podía no gustarle a ella. Y en cuanto la vi el primer punto se materializó inmediatamente. Digamos que no era una chica fea, pero no era para nada lo que esperaba, por lo menos no después de haber visto a la novia de mi amigo. Ella era flaca, no muy alta, bastante atlética y muy extrovertida… en otras palabras, estaba buena y era simpática, y de alguna forma yo esperaba que la amiga sea parecida.

Aprovecho para aclarar que si, los hombres somos así de infantiles y básicos. Para nosotros las chicas que están buenas se atraen y se juntan entre sí, conformando grupos de pibas que están una más fuerte que la otra. Es más, muchos sospechamos que una partida bastante grande de este tipo de mujeres se juntó y se embarcó a un lugar desconocido, por lo que en algún lugar del Océano Atlántico habría una isla repleta de este tipo de mujeres.
¿En que nos basamos para hacer este tipo de conjeturas tan pelotudas? Básicamente en nuestra imaginación hiper pajera y en las series de televisión yanquis, en dónde se puede ver como en la hora del almuerzo las porritas lindas se sientan todas juntas, dejando a las nerds y a las feas todas juntas en la mesa del fondo.
Si, somos así de boludos, pero en verdad no sé que más se podría esperar de nosotros, después de todo somos hombres.

Volviendo a la historia, a primera vista Virginia no me había gustado porque no era lo que esperaba. Repito, no era fea, pero era distinta a lo que esperaba. Tenía un aire mucho más nerd, era como rara, introvertida y tenía todas esas características que de más grande me iban a encantar, pero que en ese entonces me chupaban un huevo… Como dije antes, hormonas.
Para los que se preguntan si el segundo punto clave- que yo no le guste a ella- se materializó o no, la verdad es que no me acuerdo, tal vez porque en ese momento no me interesaba. Yo ya había decretado que no le daba, así que poco me importaba lo que ella pudiera pensar de mí.

De todas formas, ya estaba en el baile, así no me quedaba otra que bailar. Hablamos un poco entre los cuatro mientras hacíamos la cola del cine, aunque lo de “entre los cuatro” es un decir, porque ella no hablo mucho que digamos, sino que se dedicó más bien a escuchar, sin dar muchas señas de interés.
No me acuerdo bien que película fuimos a ver, lo que si me acuerdo perfectamente es la sensación de incomodidad que experimenté en ese cine. La razón para muchos a esta altura puede ser bastante obvia, pero para los que no la vieron todavía se las describo. Estaba sentado en una sala mirando una pantalla con una pareja de noviecitos de 14 años sentados a mi derecha, y creo que cualquiera que haya ido al cine con una chica a esa edad se acuerda de como es: no ves un pomo la película porque te la pasas tranzando como si el mundo se fuera a acabar el miércoles que viene.
Y como si no fuera suficiente tener a Ernesto tratando de meter la lengua hasta el duodeno de su novia, del otro lado tenía una chica que no me gustaba y con la que a esa altura tenía miedo de hacer contacto visual. No me quedó otra que emplear un esfuerzo sobre humano para no sacar los ojos de la pantalla en las dos horas que estuve metido ahí adentro.

Cuando la película termino lo único en lo que pensaba era en salir de ahí adentro. Fue entonces cuando, más de nervios que de otra cosa, miré a Virginia y le tiré algún comentario sobre lo mala que había sido lo que acabábamos de ver. Y entonces pasó algo inesperado: Virginia no se rio a carcajadas ni puso cara de “Que boludo que es este pibe” sino que solamente sonrió. Era la primera vez que lo hacía en toda la tarde… y fue como si me tirara un hechizo mágico, como verla bajo una luz completamente distinta.
Creo que tarde ocho o nueve segundos en salir de mi embobamiento, para cuando lo hice me di cuenta de que me había respondido algo y volvía a sonreír, así que yo también sonreí.

A partir de ese momento la tarde cambio totalmente. Bueno, en realidad no tanto, porque Ernesto y la novia seguían al palo sin darnos bola y yo seguía siendo una bola de nervios. Lo que había cambiado era desde donde veía toda la situación. De golpe Virginia empezaba a interesarme y lo único que busqué durante toda la tarde no fue un beso, sino verla sonreír el mayor tiempo posible, la mayor cantidad de veces que me fue posible.

Si sos mujer: Si, sé que soy un tierno.
Si sos hombre: Si, sé que soy un huevón y un cursi.

Pero es lo que paso de verdad. Para el final de la salida me pidió que la acompañe a la parada del colectivo y mientras esperábamos nos dimos un par de besos.

Durante los días siguientes a esa primer salida pensé mucho en Virginia. No, mal pensado de mierda, no “pensé en ella” de esa forma, aunque es lo que cualquiera esperaría de un pibe de 14 años. Era más bien pensamientos encontrados.
Mi imagen mental de ella era de una chica no tan linda, como si me costara entender que extraña razón me llevó a comportarme así, llegando incluso a besarla.
Lo hablé con Ernesto y él con total sabiduría decidió no meterse en el medio. Desde que yo decidí besarla era un asunto entre ella y yo, porque nadie me había obligado a hacerlo. Básicamente no quería quilombo, porque sabía que meterse era para quilombo.
Fue entonces que decidí bancármela. Yo me había metido en esta jodita solo y yo iba a salir sólo y airoso. Si, estaba decidido a ser yo el que cortará con ella.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario