8 nov 2011

El Santo Grial (Parte II)


Tardé unos días en juntar valor, pero al final me la jugué y llamé. Por supuesto que me atendió su vieja, como para hacer la cosa más complicada. Me dijo que su hija no estaba porque había ido a su grupo de estudios bíblicos o algua cosa por el estilo. Lo lógico hubiera sido que me diga “llamala más tarde” o “le aviso que llamaste” y listo.
Pero no. Su madre, la Sra. María Cristina, decidió interrogarme. Me preguntó cómo me llamaba, que hacía y hasta deslizo un “cuáles son sus intenciones con mi hija” (Nótese que me trataba de usted).
Después de unos 20 minutos de tortura pude cortar. Y aun así se ve que logré comprármela, porque le avisó y unas horas después me llamó Belén, hablamos y arreglamos una salida.

Las primeras tres "citas"- así les decía ella- fueron de tarde y como si tuviéramos doce años. Ir a tomar un helado, pasear por la plaza y boludeces como esa. La realidad es que a los 23 años no tenés tanta paciencia como para bancarte eso.
Eran salidas cortas, de no más de dos horas. De a poco me fui enterando de toda su historia, cuantos hermanos tenía, cuán importante era la religión, etc. Igual hablar no era lo único que hacíamos. Había besos y alguna que otra mano que rápidamente era devuelta a su lugar. Retomando lo de antes, era como tener 14 años, solamente que acá no es que deseas, sino que sabes que hace altura ya tendrías que estar cogiendo. Es otra de las reglas no escritas del sexo: entre adultos en la tercer salida se garcha.

Para mí era un caso perdido. La cosa no iba para ningún lado y era probable que ella quisiera mantenerse virgen hasta el matrimonio.
No me malinterpreten. Belén era una chica buena y linda, pero comprometerme o casarme con ella nada más que para tener sexo no parecía justo para ninguno de los dos. Claramente nos atraíamos, peor no había esa química especial que diera pistas de que podíamos llegar a enamorarnos. O expresado más fácil, nos teníamos ganas, estábamos calientes el uno con el otro y yo lo sabía. Ella, más inexperta, estaba confundiendo una simple calentura con otra cosa. La única salida de todo este quilombo era tener sexo, pero como ya dije, no parecía que fuera a pasar.

Todo esta historia, cuando no, llegó a oídos de mi amigo Jorge. Al parecer a la chusma de mi hermana pensó que el tema de mi amiga mojigata era muy jugoso como para perdérselo.
Fue entonces cuando él me sentó y me sugirió recurrir a otra de las leyes míticas no escritas del sexo.

Jorge
Es fácil boludo. Tocale EL punto G

Marian
Pero como voy a tocarle el punto G ni siquiera me deja tocarle una teta

Jorge
No me escuchaste. Yo no dije las zonas erógenas o el punto G normal. Yo me refiero a EL punto G

Entendí a lo que se refería y era casi imposible.

Volvemos a lo de los mandamientos no escritos sobre el sexo. Hay uno  –que más que ley se considera un mito- que asegura que toda persona, más allá de las zonas habituales y conocidas por todos, tiene un punto específico que, al ser estimulado, hace que pierda el control por completo.
Es casi imposible de encontrar, porque puede estar en cualquier lado: el cuello, el codo, el muslo o hasta la planta del pie.
A esto se le suma que hay que saber cómo estimularlo, porque sino la cosa no funciona. La mayoría de las veces alcanza con tocarlo, o soplarlo, a veces hay que besarlo o incluso lamerlo.
Para cada persona es radicalmente distinto y muy difícil de encontrar. Por eso EL punto G es algo así como el Santo Grial del sexo. 

De alguna forma todo cobraba sentido. Para poder entrarle a la monja tenía que cumplir con uno de los mandamientos del sexo e ir detrás de la cosa más preciada para poder verle la cara a Cristo.
Así como un caballero de las cruzadas se arriesgaba para ir en busca de la reliquia más importante del cristianismo - la copa de Jesús - estaba a punto de aventurarme en el cuerpo de Belén, para encontrar ese milímetro de piel que era la llave de todo. 

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