6 ene 2011

El Amor Cuesta Barato

Mil veces escuché decir que todos los hábitos se aprenden mejor de chico. Durante años nuestros viejos se rompen la cabeza para enseñarnos a cepillarnos los dientes, a no hablar con la boca llena ó a no ensalivar mucho una tuca, para que cuando llegues al final siga quemando de lo lindo (bueno.. la última por ahí no, aunque es buen consejo)

Mi historia con Andrea tiene mucho de eso, ya que, si bien terminó en una bruta estrolada contra una pared de rechazo, me sirvió para aprender una lección que me acompaña hasta hoy.

Todo empezó el día de reyes del año ’88, cuando yo iba recién estrenando el tercer mes de mis 7 años. Me levanté esa mañana para encontrar sobre mi par de zapatos una campera de lluvia bien ochentosa, de color negro y verde fluorescente (según mi vieja, me venía bárbaro).
Por suerte, justo debajo de la campera había otra cosa: era un paquete con una nota que decía “De parte de los reyes, a pedido de tu tío Julio”.

Nota: para los que no saben quién es mi tío lean Juguete Perdido

Volviendo a la historia, abrí el paquete y resultó ser una caja de golosinas importadas (como no podía ser de otra manera). Posiblemente los que lean este blog no recuerden las barritas “Wispa”. Son unas barritas de chocolate rellenas con una pasta dulce bastante artificial, pero muy muy rica.
Inmediatamente quise abrir mi paquete de 20 unidades para probar una. Pero mi mamá me dijo que no porque tenía que tomar el desayuno. Después de insistir un rato me dejó llevarme una barra al escuela, para comer durante el recreo.

Llegué al colegio e inmediatamente empecé a hacer gala de mi tesoro tan codiciado. Mostré la barra como quién muestra a sus amigos las fotos de Facebook de la mina que se está volteando.
Para la hora del recreo el rumor se había esparcido, yo me había convertido en “el chico de segundo con la golosina importada”. Me vi rodeado de gente de primero a cuarto grado, todos pidiendo ver la barra o que les convidara un pedazo. Algunos incluso me ofrecían hacer cambio por un pilón de figuritas o por cuatro turrones de maní.
Yo, celoso y angurriento, solamente convidé un mordisquito a Alan, mi compañero de banco y mejor amigo desde salita de cuatro. Demás esta decir que la golosina estaba más buena que un crucero al Caribe.

Así fueron pasando días y barritas, convidando poco y nada y disfrutando muchos los recreos. Nada parecía evitar que yo me fuera a comer las veinte, hasta que un día pasó lo imposible.
Estaba sentando en el patio de la escuela, terminando de liquidar la barra número 18, cuando Andrea (la chica más linda de segundo grado A y B juntos) dejó de jugar al elástico para venir a sentarse al lado mío. Me miró con sus ojos claros y, mientras se acomodaba la colita rubia, me saludó

Andrea
Hola

Marian
(terminando de tragar)
Hola

Andrea
¿Son ricas esas barras?

Marian
Si, muy ricas. Acá no se consiguen igual, me las trajo mi tío de afuera

Andrea
Algún día me gustaría probar una. ¿Por qué le convidaste nada más que a Alan?

Marian
Por qué es mi mejor amigo y compartimos casi todo

Andrea
Pero hay cosas que son más que mejor amigo. Por ejemplo, si fuéramos novios compartiríamos todo todo.

Marian

Andrea
Bueno nene ¿Me vas a preguntar si quiero ser tu novia o no?

Marian
(más rojo que huevo de rengo)
¿Querés ser mi novia?

Andrea
Si

En esa época de inocencia no tenía claro lo que estaba pasando, pero ahora se que es obvio. Me estaban manipulando para poder llegar a mi golosina (no, “golosina” no es un eufemismo para “poronga”, aunque en ese contexto lo parezca).
El martes y jueves siguientes llevé las dos barras que me quedaban al colegio. Las partimos a la mitad con mi nueva novia y durante unos días todo pareció perfecto.

Por supuesto que las cosas se empezaron a pudrir cuando se me acabaron las golosinas. Andrea de golpe dejó de sentarse conmigo en los recreos y ya no me daba la mano cuando entrábamos al colegio.
Al octavo día llegó el momento fatídico. El Gordo Gutiérrez llegó al colegio con una bolsa llena de golosinas: el papá había empezado a trabajar en FelFort y todos los meses recibía kilos y kilos de productos gratis.
Durante el recreo se me acercó Silvana (la mejor amiga de Andrea) para avisarme que ya no era más ni novia, ahora era la novia de Gutiérrez. Yo me quedé sentado en silencio, sin entender que había pasado.  

Nueve años después me la crucé a Andrea en un boliche. No me vió, pero yo la reconocí enseguida. Los mismos ojos, el mismo pelo e igual de linda. Estaba cambiando besos y un rato de apriete en un rincón por tragos gratis.

Esa noche me dí cuenta de cuán cierto es lo que dicen sobre los hábitos y costumbres. Andrea estaba ahí, una prueba viviente de cómo ciertas conductas se repiten una y otra vez, aunque la situación no sea idéntica
Yo, si bien tuve mi primer desamor conciente, pude entender que una relación se basa en compartir: golosinas, plata, alquileres, camas, alegrías, tristeza…todo se parte por a la mitad…

PD: Si chicos, Andrea también

2 comentarios:

  1. Me gustó mucho tu blog. Te sigo ;).
    Saludos

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  2. (no, “golosina” no es un eufemismo para “poronga”, aunque en ese contexto lo parezca).
    jajaja
    genial
    que materialistas son algunas féminas

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